Había una vez una mañana soleada del mes de febrero.
Era una mañana un tanto fría que luchaba desesperada
Luchaba por alejarme de la cama, por despertar mi
cuerpo y así hacerme suya.
Era una mañana sigilosa la que accedió a la penumbra
de mi habitación y no pudo mas que sentarse a observar
lo que acontecía en aquel lugar.
La mañana no sabía
que Yo sola no dormía
y se quedó enmudecida
cuando a tu lado me vio encogida.
Nuestros cuerpos entrelazados,
manteniendo el calor de las caricias
que se deshacían por las yemas de los dedos.
La piel erizada, la boca entreabierta
por la que se escapaban los suspiros.
Tus ojos posados en los míos,
tu boca posada en mi pecho.
No pudo irrumpir en nuestro momento
no pudo con sus rayos de sol apartar
las sábanas.
No pudo hacer nada mas que quedarse sentada
a observar como el ambiente se llenaba de ti y de mi.
A observar como me abrazaba a tu pecho
mientras irrumpías en mi cuerpo,
los ojos fijos, las bocas jadeantes.
Mi alma repleta y mi mente desconectada.
En ese instante, la mañana se marcho,
abandonó la estancia un tanto dolida
y se marchó dejándonos hechos uno.
ELI,15
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